Novelista, dramaturgo, ensayista, amigo y discípulo del Nobel de Literatura Yasunari Kawabata, homosexual “enmascarado” y nacionalista crítico de la occidentalización en Japón, Yukio Mishima fue uno de los maestros de la narrativa japonesa del siglo XX, autor de obras de trascendencia internacional como Confesiones de una máscara, El Pabellón de Oro y Después del banquete. Había nacido como Kimitake Hiraoka el 14 de enero de 1925, en Tokio; el 25 de noviembre de 1970, a los 45 años, se quitó la vida en una muerte ritual, el seppuku, después de un frustrado golpe de Estado para lograr, entre otros objetivos, la restitución del carácter divino del emperador.
Mishima era hijo de un importante funcionario público y, antes de asistir a la Peers School, donde se formaban los hijos de la elite tokiota, estuvo al cuidado de su abuela Natsu, aristocrática y tiránica. Durante la Segunda Guerra Mundial, al ser considerado no apto físicamente para el servicio militar, trabajó en una fábrica y, después de la guerra, estudió Derecho en la Universidad de Tokio e ingresó en el Ministerio de Hacienda. Su primera novela, Tōzoku (”Ladrones”, de 1948), narra la historia de una pareja de jóvenes aristócratas atraídos por un anhelo suicida; tras su debut, comenzó a colaborar en la revista literaria Kindai Bungei y en otros medios gráficos. La obra periodística de Mishima aún no se tradujo al español.
Antes de cumplir treinta años, en el contexto de lo que llamó el “caos moral” propiciado por la ocupación de Japón por parte de los aliados, ya había publicado varias novelas. El nihilismo y el vicio, asociados a la búsqueda de la belleza y lo sublime, palpitan en sus obras.
En Confesiones de una máscara (1949), en parte autobiográfica, describe a un homosexual que debe ocultar sus preferencias sexuales a la sociedad. Con esa obra -cuya temática continuaría en El color prohibido (1954), protagonizada por un escritor sexagenario y un efebo- cosechó un éxito inmediato y se dedicó por entero a la literatura. Para no molestar a su padre y abuelo paterno, que querían que hiciera carrera como funcionario público, adoptó el seudónimo con el que se volvió famoso. En 1958, se casó con Yoko Sugiyama, con la que tuvo dos hijos.
A partir de 1955 comenzó un entrenamiento de fisicoculturismo y artes marciales que registró fotográficamente (en una de las imágenes, semidesnudo, adopta la pose del San Sebastián plasmada por el pintor italiano Guido Reni; en otra, se lo ve con un hacha en la cabeza y otra foto lo muestra sobre la nieve, vestido con un taparrabos). En la única película que dirigió y protagonizó, Patriotismo (1966), basada en el cuento homónimo y que se puede ver en YouTube, escenifica el suicidio ritual de un teniente. El cineasta japonés Kon Ichikawa adaptó al cine El Pabellón de Oro y el estadounidense Paul Schrader dirigió Mishima, una vida en cuatro capítulos.
Muchas de las novelas de Mishima presentan a personajes obsesionados por traumas físicos, psicológicos, sociales e incluso metafísicos, como pasa con el joven y perturbado Mizoguchi en El Pabellón de Oro (1956), inspirada en el incendio de un monasterio budista. “Creo que el problema de mi literatura es que la estructura es demasiado dramática -dijo Mishima-. Es un impulso que me resulta incontrolable. Soy incapaz de escribir una novela como si se tratara de un río cuyas aguas van fluyendo tranquilamente”. La escritora y periodista Magdalena Ruiz Guiñazú tradujo (de la versión inglesa) La perla y otros cuentos (1953).
En Después del banquete (1960), aborda la corrupción en la política japonesa asociada con la decadencia de las relaciones íntimas de los protagonistas. Además de novelas, cuentos y ensayos, escribió obras de teatro (como Madame de Sade, donde recrea la historia de Renée de Sade, la esposa del marqués) y versiones de historias tradicionales en forma de teatro Nō. Permanece inédita en español La lagartija negra (1968), que tradujo Amalia Sato. Marguerite Yourcenar le dedicó el ensayo Mishima o la visión del vacío.
Fundó en 1968 una milicia privada cuyos miembros habían sido reclutados a través de una revista universitaria nacionalista y de ultraderecha. Mishima, que había diseñado el uniforme de los “partisanos”, consideraba enemigos tanto a los liberales como a los comunistas. En sus últimos años, participó de obras teatrales, espectáculos y congresos literarios en los que debatió con estudiantes e intelectuales de izquierda, con quienes, dijo, compartía cierta afinidad en la idea de alterar el statu quo.
Su última y ambiciosa obra, la tetralogía El mar de la fertilidad, incluye Nieve de primavera (1969), Caballos desbocados (1969), El templo del alba (1970) y La corrupción de un ángel que se publicó en forma póstuma en 1971. Con dos referencias clave –La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, y En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust- abarca la vida de Shigekuni Honda desde 1912 hasta 1975; cada una de las novelas describe lo que Honda llega a creer que son las reencarnaciones de su amigo Kiyoaki Matsugae, y narra sus intentos para salvarlo de la muerte y la nada.
“Todo lo que se diga digno del mejor encomio sobre Yukio Mishima a propósito del primer centenario del natalicio del inmenso escritor japonés tendería, por supuesto, a quedarse corto -dice el escritor venezolano Rafael Rattia a LA NACION-. Nacido en Tokio un día como hoy, fue el equivalente a la figura totémica del inabarcable Jorge Luis Borges. Su vastísima producción abarcó cerca de cuarenta novelas, una veintena de obras de teatro, otros tantos de ensayos y libros, aun insuficientemente conocidos, de poesía. Su novela emblemática publicada en 1962 La estrella más hermosa trata sobre una familia japonesa que proviene de distintos planetas: el padre de Marte, la madre de Júpiter, los hijos, de Mercurio el varón y la mujer Venus. En el substrato del entramado temático y anecdótico subyace un dilema ético-moral que obliga al lector a hacerse la pregunta de si tiene sentido y vale la pena ‘salvar a la humanidad’ de las consecuencias de un eventual estallido atómico en el planeta Tierra. Cualquier lector que se ufane de tal debe volver sobre los pasos de Mishima y reactualizar la lectura de su polifacética y variada obra escrita. Después de todo, no a cualquier ser humano le es dado alcanzar la cifra del primer centenario y ser recordado como figura intemporal de la cultura universal”.
“Tan solo la expresión puede dotar de realidad a la realidad. Y la realidad no está en la realidad, sino solamente en la expresión. Comparada con la expresión, la realidad es más abstracta”, reflexiona el protagonista de El color prohibido que, como pasa con otros los personajes y narradores de sus relatos, desempeña el papel del álter ego del escritor.
“Por un lado, Mishima es como Lampedusa o Márai o Joseph Roth, un elegante cronista de la decadencia, en su caso, de entreguerras en Japón, que es a su vez la decadencia de su familia; también de la transformación de ese país único e insular, en su dramática apertura hacia Occidente -observa el escritor Edgardo Scott-. Pero por otro, Mishima es, como Duras o Jean Genet, uno de esos escritores que saben escribir la ferocidad del goce, cuando se traviste de una pasión o deseo sexual. En el cruce o la sucesión de esos dos registros, Mishima es siempre igualmente adictivo. Tan eficaz que su escritura nos ha llegado desplazada, traducida no del japonés al castellano sino por lo general de traducciones de traducciones inglesas o francesas. Y es autor de un clásico, Confesiones de una máscara, novela de iniciación que tiene una gran afinidad con nuestra Nanina, de Germán García”.
Para el escritor y traductor Martín Felipe Castagnet, la mejor manera de pensar a Mishima es la que sugiere el mexicano Mario Bellatin: la “fantasmática”.
“Alguien nacido hace cien años y muerto hace cincuenta que insiste en ser uno de nuestros contemporáneos -dice Castagnet a LA NACION-. Es excesivamente conocida su teatralización de un golpe de Estado y su posterior suicidio ritual: ese acto, por los motivos más anacrónicos, fue el espectáculo final del autor más fotogénico de la historia, que irónicamente hoy lo mantiene con vida en esta época visual y narcisista. Pero Mishima es mucho más que su final: siempre operó para transformarse en quien quería ser, desde su cambio de nombre hasta su fisicoculturismo, a veces con estrategias oblicuas. Hizo convivir su herencia samurái letrada, evidente en su riquísimo vocabulario que en la escritura ideogramática constituye una barrera de lectura, con su anglofilia y sus gestiones para triunfar en Estados Unidos y el mundo, al punto de pedir ser traducido desde el inglés y no del japonés; ansió el Nobel, pero escribió una carta al comité recomendando a su maestro Kawabata. Como lector, lo que más admiro de Mishima es su atrevimiento para articular lo reprimido, como en Confesiones de una máscara o El marino que perdió la gracia del mar, y su sensualidad, que no tiene que ver tanto con el erotismo como con el trabajo de los sentidos, como en El rumor del oleaje. Quizás por eso sus textos son crueles, tanto con los personajes como con el lector, pero a la vez logran transmitir una inocencia colosal que es difícil encontrar en otro lugar que no sea la vida”.
“En tiempos en que el Premio Nobel mira otra vez a Asia, con la distinción otorgada a la novelista surcoreana Han Kang, es bueno recordar que Yukio Mishima integra el extenso catálogo de escritores que merecieron el Nobel y no lo ganaron -sostiene el escritor y editor Miguel Sardegna-. En 1968, su amigo y maestro Yasunari Kawabata se convirtió en el primer japonés en ganar el Premio Nobel de Literatura. Algunos años antes, Mishima había escrito una carta a la Academia Sueca, recomendando a Kawabata para el premio. Mishima sabía que si le concedían el Nobel a Kawabata, como finalmente ocurrió, ya no habría posibilidad de que él mismo lo obtuviera. Todavía, tantos años después de su muerte, una gran porción de la obra de Mishima permanece inédita en español. Sucede lo mismo con muchos otros gigantes japoneses, como Osamu Dazai o Riichi Yokomitsu. De a poco, el tiempo va saldando esa deuda”.
La editorial También el Caracol publicó poemas de Mishima. “Mandalas, poesía japonesa de Shiki a nuestros días (2022) recoge por primera vez algo de su poesía en español, que refleja otro modo de abordar los mismos temas que plasmaba su prosa: un escritor nunca tiene demasiadas obsesiones -concluye Sardegna-. En una carta a Kawabata del 18 de julio de 1945, se permite una extraña confesión entre consideraciones sobre el arte de escribir. Dice moverse con la indiferencia de una marioneta manipulada por los dioses, acariciando un deseo: ‘Escribir un relato como nadie lo haya hecho, un relato del que se pudiera decir ¡qué bello es!’. Y de pronto, sentencia: ‘¿Y no llegará un momento en que me veré enfrentado a la dolorosa decisión de realizar, fuera del campo de la literatura, mi visión fatalista de la literatura?’. Veinticinco años después, en noviembre de 1970, la visión fatalista de Mishima escapa de la literatura y acaba en la práctica del seppuku, esa muerte ritual que consiste en abrirse el vientre para ser luego decapitado”.
De modo acaso extravagante por la teatralidad, en su muerte pareció encarnar el mensaje de una de sus obras favoritas, Hagakure, de Yamamoto Tsunetomo, sobre la que escribió el ensayo La ética del samurái en el Japón moderno: “El camino del samurái se encuentra en la muerte”. Aunque el sentido de la vida de Mishima se puede explorar en su literatura.
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