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Elogio del camino más largo, el único que lleva al desarrollo

En una ocasión, Bernardo Neustadt había invitado a su programa Tiempo Nuevo a Jorge Luis Borges. Inesperadamente, hizo la siguiente introducción: “Maestro, quiero presentarle a esta chica porque es un prodigio, se recibió de médica en dos años”. Borges hizo una de sus clásicas vacilaciones y replicó: “Caramba, pensé que era una disciplina que merecía más tiempo de estudio”.

Lo que sirve para dar cuenta de que ningún estudiante puede atragantarse con conocimientos, sirve también para explicar que la política requiere sedimentación, que los estadistas no irrumpen como un fogonazo y que los planes de gobierno son sólidos en la medida en que se asientan sobre consensos. Los liderazgos inventados y los arrebatos de guapo, en cambio, suelen ser efímeros.

Pero la ansiedad es el rasgo típico de la posmodernidad. Flashes, zapping. El sustrato sociológico esconde, en grandes sectores, la apoteosis de la obviedad. En política, este apuro se traduce en la violación de las instituciones, en el atropello de las formas. La república, para estos arrebatadores, para estos “empresarios del descontento” (como los llama el historiador Steven Forti), pasa a ser un estorbo. Se ha justificado el nombramiento de jueces por decreto en el hecho de que el Senado había demorado el tratamiento durante un año, como si la tarea del Senado fuera solo homologar rápidamente las ocurrencias del Presidente, como si esa demora no hubiera sido fruto de las opacas negociaciones que el oficialismo entabló con el kirchnerismo. El mileísmo demoniza las formas republicanas, tratando de ocultar que no son más que la garantía para aventar tentaciones autoritarias.

Las mayorías agravadas que pide la Constitución no son caprichosas. Si se está poniendo un juez casi vitalicio la elección debe recaer en alguien que sea admisible para una gran mayoría, que no sea subproducto del aquelarre glandular de una sociedad fugazmente enojada. Por eso Bartolomé Mitre postuló en la Corte a un declarado opositor como Valentín Alsina, por eso Alfonsín armó una Corte matizada, por eso Macri llenó dos vacantes de modo ecuánime (con un discípulo de Carlos Santiago Nino, más vinculado al radicalismo, y otro más cercano al peronismo).

Milei siguió el manual inverso: el contubernio. Que le haya fallado no quiere decir que no haya sido su modus operandi. Tratar de injertar con fórceps en la Corte a un candidato ultraconservador, cuya impronta ética representa a una ínfima minoría de la sociedad argentina, a cambio del candidato de “la casta judicial”, fue una mala idea. ¿Quién nos salvó de que se armara una Corte con minorías intensas y personajes dudosos? El sistema republicano, que resistió.

No fue la única mala idea de los últimos tiempos. Echar de su cargo en la Secretaría de Cultura (bajo el eufemismo cínico de no renovar el contrato) a una persona que llevaba más de una década trabajando allí y cuyo pecado fue documentar el ataque abusivo al fotógrafo Pablo Grillo por parte de un gendarme también lo fue. Tan mala como derribar y romper, por pura maldad, el monumento del escritor Osvaldo Bayer, dando la peor imagen de barbarie. Tan mala como poner el foco en el ingreso al país del asesor de campaña del macrismo, Antoni Gutiérrez-Rubí, disfrazando la persecución política de un problema migratorio. Tan mala como oponerse a que se investigue en el Congreso la promoción de una criptomoneda con la cual se consumó una estafa (¿no fue el propio Presidente el que dijo que solo rechazaban las auditorías “los que estaban sucios”?). Tan mala como que el PAMI gaste millones en alquilar oficinas que no necesita mientras les retacean los remedios a los jubilados. Tan mala como intimidar al periodismo. Desde la clandestinidad de la guarida que se le atribuye en X, el asesor Santiago Caputo ha ideado una coartada que explica todos estos atropellos: no hay que defender la república porque no hay república. Es la lisa y llana admisión de que no están dispuestos a respetar ninguna regla, como si acabaran de ganar una guerra civil. El sistema político está hackeado desde adentro.

Estas fallas institucionales se advierten también en las amistades internacionales que Milei frecuenta. Si durante años nos sentimos avergonzados de que la Argentina se vinculara con el chavismo o con Daniel Ortega, violadores de los derechos humanos y de la democracia liberal, no menos horror y desprecio debe causarnos el alineamiento con autoritarismos de derecha. Con Bukele, que degrada a los presos a una condición infrahumana (no vale el argumento cínico de que primero esos presos degradaron a sus víctimas). Con Trump, que forzó la nominación para la Corte Suprema de la ultraconservadora Amy Coney Barrett, con lo que violó la inveterada tradición según la cual ningún presidente cubre vacantes de jueces en su último año de mandato; que desconoció un resultado electoral y fomentó la chirinada del Capitolio; o que volcó sus preferencias por el invasor ruso en lugar de defender a la invadida Ucrania. Con Bolsonaro, sospechado de un golpe de Estado. Con Viktor Orban, que ha convertido Hungría en una autocracia electoral y una mancha en el centro de Europa.

Por eso mismo es una contradicción decir que el Gobierno tiene fallas en las instituciones, pero que el rumbo general es el correcto. ¿Cómo podemos aplaudir el rumbo general si hay fallas en las instituciones, que son el corazón de cualquier proyecto? En 1994, en pleno auge del menemismo, publicamos con Mario Morando un libro cuyo título es Economía y orden jurídico. Allí probábamos, con datos fehacientes de los cinco lustros anteriores, que los países que prescindían de las instituciones podían crecer –en la medida en que no tuvieran inflación y reprimieran las protestas sociales–, pero nunca progresar, que era lo que había ocurrido con la Corea del general Park Chung-Hee o con el Paraguay de Alfredo Stroessner; en cambio, los países que gozaban de seguridad jurídica crecían menos pero lograban progresar –lo que se traduce en mejor educación, más lectura de diarios, calidad del agua, etcétera–. Un modelo no era sostenible en el tiempo; el otro, sí. Por eso, afirmábamos en aquel momento que el cambio operado durante el menemismo no podría ser duradero sobre la base de una ampliación tóxica de la Corte, una confiscación de depósitos o graves actos de corrupción. Mucho menos puede ser sustentable el actual proceso que, con la excepción de algunas reformas considerables que promueve Federico Sturzenegger, está a años luz de atacar las causas estructurales, dado que se apoya en un ajuste que podría ser rápidamente reversible y en el tembladeral de una flagrante injusticia: dejar intacta a la casta y hacerles pagar los platos rotos a los jubilados.

Por eso también parece muy superficial el argumento de que es necesario un frente único contra el peronismo. ¿Qué ganaríamos con amontonar a los que tienen credenciales institucionalistas en una forzada coalición con el mileísmo, una fuerza que no respeta la república, que desprecia la socialdemocracia, que no exhibe entusiasmo por la educación pública de excelencia, que desdeña el laicismo y que es homófoba? No creo que la situación exija un frente único donde nos pegoteemos todos los que no somos kirchneristas pero que disentimos en puntos tan decisivos como los derechos humanos, la diversidad o la igualdad de oportunidades en el punto de partida. Por el contrario, creo que la situación exige que los que quieren defender la república se diferencien con pareja enjundia de ambos populismos. Ser institucionalista es un perfil ideológico innegociable: es el camino más largo pero el único que lleva al desarrollo.

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