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El cambio que reivindica la seguridad jurídica

Bruno Leoni, un pensador liberal italiano del siglo pasado, en su clásico libro La libertad y la ley desarrolla la concepción del derecho como producto evolutivo y consuetudinario. En su crítica de la legislación y de la concepción kelseniana del derecho positivo plantea la tesis de que el proceso de formación del derecho romano fue el verdadero precursor de la tradición del derecho común –common law– (sistema jurídico basado en decisiones judiciales previas, más que en leyes codificadas) de origen anglosajón; y no, en cambio, de la tradición del derecho codificado inspirado en la compilación jurídica del derecho romano enviada a hacer por el emperador Justiniano (Corpus Iuris Civiles-565), trasplantada al Código Civil de Napoleón (1804) y de allí a Europa continental y al mundo.

De la confluencia entre juristas y pretores (que cumplían la función de jueces) se fue gestando ese derecho común que se traducía en unas pocas leyes claras aplicadas de manera consistente. Por ello, según Leoni, es en Roma donde comienza a forjarse el concepto de “seguridad jurídica”, como expresión de un orden normativo y jurisdiccional que proporciona estabilidad y previsibilidad en las relaciones sociales y comerciales.

En el clásico manual de texto Law and Economics, los autores Cooter y Ulen diferencian la tradición del derecho codificado de la del derecho común, ambas con raíces en el derecho romano, aludiendo a las diferencias entre las revoluciones inglesa (1688) y francesa (1789). La revolución inglesa derrocó al rey y dio poderes al Parlamento, pero mantuvo el sistema judicial existente y, con ello, la tradición del common law. La francesa se propuso, en cambio, eliminar de raíz el antiguo régimen; decapitó al rey y desmanteló el sistema judicial, buscando erradicar la tradición del derecho común. La concepción de sistematizar normas en un código abarcativo de todos los casos concretos posibles que puede plantear la realidad jurídica buscó reducir al mínimo el margen interpretativo que tendrían los jueces al aplicar la ley en el nuevo sistema judicial. Por supuesto, como las normas se desactualizan y el devenir de la realidad presenta nuevos casos, surgen “lagunas jurídicas” no previstas en la legislación vigente que hacen necesaria la interpretación de los jueces. Las sentencias judiciales van estableciendo entonces precedentes jurisprudenciales que también nutren la tradición del derecho codificado. Se ha observado que el derecho codificado promueve “inflación normativa” y da prevalencia al derecho público sobre el derecho privado. Pero la tradición del derecho anglosajón tampoco ha sido ajena a estos sesgos que tienen más que ver con el crecimiento de las funciones del Estado y con una mayor intervención regulatoria en los mercados que en las deformaciones inherentes a uno de ellos.

Ambas tradiciones jurídicas, con sus pros y sus contras, convergen sin embargo en instancias de evolución institucional comunes: las dos buscan que en sus respectivos ámbitos las leyes se apliquen de manera imparcial, general y predecible para generar confianza en los ciudadanos y en sus interrelaciones jurídicas. Y esto se debe a que ambos sistemas, bajo el influjo de las ideas liberales de la Ilustración y de las revoluciones inglesa, estadounidense (1776) y francesa promovieron principios de legalidad, de igualdad ante la ley y de protección de los derechos fundamentales que se plasmaron en los textos del constitucionalismo moderno (en nuestra Constitución de 1853, entre otras). El constitucionalismo también es analizado como un estado evolutivo del derecho concebido para fijar límites al poder. Por eso los mandatos limitados, las reglas de sucesión para la alternancia pacífica en el poder, la división de poderes y los controles recíprocos, la libertad de expresión, etc. Es que los límites al poder y los derechos y garantías inalienables de las personas son las caras de una misma moneda. El Estado de derecho es un ahijado del Estado constitucional y es ni más ni menos que la consagración del principio de que todos somos iguales ante la ley, y que todos estamos sometidos a ley. Y la seguridad jurídica en el Estado de derecho es, ni más ni menos, que la previsibilidad institucional, normativa y judicial en el marco de las reglas de juego de este sistema.

Las autocracias también pueden presumir de dar certeza y previsibilidad en la aplicación de las leyes, y de hecho hay inversores que reconocen cierto grado de “seguridad jurídica” en regímenes autoritarios. Pero el problema viene cuando cambia el poder o hay que recurrir a una Justicia dependiente para reparar un derecho violado. La supuesta previsibilidad colapsa con el nuevo autócrata de turno y con la aplicación arbitraria de la ley.

La Argentina carga con un prontuario de inseguridad jurídica que la condena a la desconfianza de inversores propios y ajenos. En lo institucional hay que empezar a señalar que a partir del golpe de 1930 se rompió el orden constitucional e inauguramos una alternancia entre gobiernos militares y civiles hasta 1983. A su vez, a partir de los 50 del siglo pasado la política institucionalizó la inflación como instrumento de recaudación espuria y “reparto” discrecional para afianzar las bases de una organización económica corporativa orientada al mercado doméstico y cerrada al comercio, que derivó en crisis cíclicas de las cuentas públicas y externas. La contracara de esas explosiones inflacionarias y devaluatorias fue el recurrente rompimiento de contratos y las crisis de deuda con sucesivos defaults (ostentamos el récord de 9 defaults en nuestra historia económica). Pero las crisis económicas a su vez derivaron en regímenes ad hoc de emergencia que cambiaron las reglas de juego y generaron más intervenciones regulatorias y nuevos gravámenes “transitorios”, que siempre llegan para quedarse, alterando la previsibilidad tributaria. La reparación judicial de las normas quebrantadas primero nos encuentra con jueces obligados por génesis y leyes especiales a trabajar en una cancha inclinada para defender los intereses de una parte en perjuicio de la otra, como en el fuero laboral, o jueces dependientes del poder de turno en otros fueros y en muchas jurisdicciones provinciales. El nudo laboral entre jueces, sindicatos y leyes es disuasivo de la creación de nuevos empleos formales y nos condena a una alta tasa de informalidad (42%). Como la Justicia sesgada y la dependiente hacen primar la discrecionalidad en sus fallos, los que inician nuevos negocios o hacen nuevas inversiones, si pueden, tratan de asegurarse una “prórroga de jurisdicción” (jueces extranjeros o tribunales arbitrales) para evitar la Justicia argentina bajo sospecha de inseguridad jurídica. El propio Estado en sus emisiones de deuda ha debido conceder jurisdicción a tribunales extranjeros. La desconfianza ahuyenta inversiones y castiga a los flujos de posibles emprendimientos productivos con altas tasas de riesgo argentino.

¿Se puede cambiar la reputación cuando todavía padecemos los coletazos de la saga populista, como las condenas internacionales por adulteración de los índices de crecimiento o la expropiación de YPF? Es imprescindible hacerlo, y hay señales que ayudan. Ya contamos con el antecedente de 42 años de vigencia democrática con alternancia en el poder dentro de las reglas de juego. Es cierto, el Presidente accedió a su cargo como un outsider, por el hartazgo político de los argentinos. Pero el hartazgo se canalizó en el voto. Cuando Javier Milei expresa que los argentinos lo emplearon por cuatro años para trabajar de presidente y que en 2027 verá si le renuevan el contrato por otros cuatro, para después dejar la ocupación pública y volver a su casa, reafirma la regla de sucesión que da previsibilidad al sistema político. Todavía hay consignas “destituyentes”, que esperemos el nuevo voto apacigüe, mientras se suceden fallos judiciales que empiezan a dar señales de una Justicia más independiente.

El respeto a rajatabla de la regla del equilibrio fiscal consolidado e intertemporal para erradicar la inflación, bajar el gasto, bajar impuestos y desendeudar al Estado es otra señal que ayuda a despejar sospechas de futuros incumplimientos estatales. La Ley Bases abrió distintos frentes para el cambio del modelo populista corporativo, pero todavía están pendientes reformas estructurales de las que pende la viabilidad de una nueva organización productiva. La estabilidad tributaria que procura blindar el RIGI para grandes inversiones es prueba de que todavía estamos “flojos de papeles” en la oferta de seguridad jurídica. Con otra foja de previsibilidad el régimen hubiera estado de más. El mayor desafío ahora para restablecer la confianza, arraigar inversiones y recuperar el estatus de país con Estado de derecho respetuoso de la seguridad jurídica es consolidar todos estos cambios en un proyecto para desarrollar la Argentina

Doctor en Economía y doctor en Derecho

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