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Qué es el sentido común?

Confieso que me hubiera llevado el tender, pero no me animé a levantar la mano y decir “yo lo quiero”. Pensé que había una trampa, que a la tercera, cuarta o quinta vez que los actores preguntaran ¿quién quiere tal cosa? y que, efectivamente, le entregaran a un espectador uno de esos objetos exhibidos y numerados en el escenario como premios de kermés, entonces, reclamarían algo a cambio y podría, sin querer, terminar involucrada en “una obra de esas”. O mucho peor: quedaría en deuda solo por la gula o la avaricia de conseguir gratis algo tan nimio como puede ser un cepillo de baño, una billetera, una planta o un cacho de bananas. Y aunque de cierto modo resultó así, es decir, al final del reparto de todo el stock pidieron al público algunas prendas prestadas (un pantalón y una remera para él, que estaba en bóxer; vestimenta y zapatillas talle 37, para ella, también en ropa interior), todo fue voluntario y civilizado, además de desopilante y fuera de contrato. Un compañero de trabajo hubiera usado su viejo latiguillo “esto es el arte de dar y recibir” para describir esta experiencia hecha obra de teatro y titulada de manera impronunciable Cmmn Sns Prjct.

“¿Qué es el sentido común? ¿Cómo se construye ese consenso?”, se preguntaron Laura Kalauz y Martin Schick, hace más de una década, cuando hicieron por primera vez “Common Sense Project”, este trabajo lúdico y reflexivo sobre los pactos que rigen nuestra vida cotidiana, la forma de relacionarnos, de intercambiar bienes, de manejar nuestras economías, que se replicó en varias ciudades. ¿Qué pasaría si esa capacidad que tenemos de entender, decidir o juzgar de forma razonable, guiados por una fuerza interior que vaya a saber uno de dónde proviene, pero está en un tácito acuerdo con los demás, de pronto cambiara? Ahí está Kalauz, ahora con Ignacio Sánchez Mestre, para demostrarlo durante dos sábados más, en Arthaus, a la vuelta de la Catedral.

Un desprevenido o un outsider que no se haya cruzado antes con nada semejante, en Arteba, en la Bienal de Performance o en salas del circuito independiente, probablemente tampoco sepa que una vez, muy cerca de aquí, la misma artista registró Disculpe usted podría coreografiarme, un video en el que la bailarina Florencia Vecino le pedía a la gente que pasaba por la calle, en pleno microcentro, que le diera indicaciones de pasos, figuras, movimientos. “¿Cómo puedo traducir la nada en movimiento?”, le consultaba la joven, entonces de 24 años, a una mujer que veía encantada cómo el cuerpo de la intérprete respondía a sus deseos, como lámpara de Aladín. Las obras de Kalauz causan sorpresa y dejan inquietudes. En otra oportunidad, postulaba: ¿es el arte una idea, una reflexión, una ilusión?

Aquella y esta performance tienen en común, además de la conversación que se establece y las preguntas que dejan flotando, lo aparentemente espontáneo del procedimiento y una conclusión incierta a la que se arriba: en el caso anterior, el resultado es una coreografía; en este… Sin incurrir en más spoiler, podríamos decir que se trata de la decisión común sobre qué hacer con el dinero libre recaudado durante la función, lo que incluye la subasta en vivo de la mismísima obra de arte que se está representando. No vamos a hacernos ahora los despistados: si un coleccionista chino compró a la vista de todo el mundo por US$6,24 millones un manual de instrucciones para pegar una banana con cinta a la pared, el remate de Cmmn Sns prjct es un juego de niños. ¿O tal vez una nueva oportunidad para cuestionar al arte contemporáneo?

Cuenta la leyenda que en estas semanas hubo espectadores que se quedaron después de hora comiendo pizza en el hall del centro cultural, otros que salieron en plan solidario a llevar alimentos a la Plaza de Mayo y una buena parte que, como cualquier mortal a la salida de un teatro, apuró el paso para no demorar la vuelta a casa. Con el tender, seguro, hubiera sido mucho más incómodo.

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